Aprovechemos estos días santos y festivos para olvidarnos de la gente mala, me aconsejan mis dedos, y dediquémonos a lo que de verdad importa, que es darle a la tecla, pasear por campos mojados y leer, leer, leer.
Ayer decíamos aquí que un clásico es lo que sube al corazón una y otra vez, y que eso puede encarnarlo un libro, una melodía, un cuadro, una película… Pues bien, confieso sin rubor que El jovencito Frankenstein es uno de mis clásicos. Dirigida por Mel Brooks, se estrena en 1974, está ambientada en la década de los 30 y rodada en blanco y negro. El reparto es una locura, con Gene Wilder al frente; qué debilidad por él, qué ganas de que hubiese hecho doscientas películas más. Ellas, grandes cómicas, pese a ser guapas todas. A los guapos les cuesta más convencer de que tienen gracia, pero cuando lo hacen, resultan arrolladores. Es lo que les pasa aquí a Teri Garr, deliciosa, a Madeline Khan, encantadoramente insufrible, y a Cloris Leachman, ante la que relinchan de miedo los caballos. Qué bien dosificado va Marty Feldman, Igor: cuántos guionistas habrían sucumbido pasándose de rosca y haciéndolo aparecer en exceso. Pero Wilder y Brooks miden, comprenden que menos es más y practican la virtud de la justa medida. El monstruo, Peter Boyle, brilla en una escena que se antoja una obra de arte dentro de otra obra de arte, y que es la del baile. El doctor Frederik Frankenstein –o Fronkonstín– presenta en sociedad a su criatura, y para demostrar que el engendro es confiable se sube al escenario junto a él interpretando un número musical del que sólo se pueden concluir cosas buenas. Qué difícil es hacer algo tan magnífico. Qué bien se mueve Wilder, un gracioso elegante.
Vista ahora, después de más de cincuenta y tantos años desde el estreno, se podría esperar que se hubiese gastado. Que hubiese envejecido mal, se suele decir. Pero es al contrario. Qué elipsis. Qué bien contada está. Qué equilibrio de guión. Y algo más que resalta cuanto más años pasan, por mérito propio y por demérito de lo que estamos viendo o hemos tenido que ver en las últimas décadas. Hay que agradecer a Mel Brooks, el director, que no nos atropelle con la cámara. Que nos deje ver la película en paz. Que cuando tiene que sostener y alargar un plano, lo hace. Y esto es algo que ha llegado a resultar casi imposible, ante la abundancia de planos de décimas de segundos y los movimientos esperpénticos de unas direcciones que supongo que escondían su incapacidad para contar una historia sin marear al personal. En las salas de montaje se escuchan expresiones como «muy picadito», «chas, chas, chas» o «con mucho ritmo». Se trata de eufemismos que significan realmente: «Voy a montar esto de tal modo que no te enteres de nada, y a ver si es posible que consiga marearte y ya lo bordo». Gracias a Mel Brooks – sigue vivo con casi cien años– por la criatura, gracias a los responsables de elegir a estos actores, gracias a los folios en los que Brooks y Wilder escribieron el guión, gracias a toda la gente que, en el año de El Padrino II, tuvo los arrestos de descolgarse con esta comedia. Oh, dulce misterio de la vida…