Fantoches

El otro día los llamamos diosecillos ridículos o algo así. A los que mandan, digo. A los que mandan de verdad, no a los que nos tienen puestos sobre el escenario para distraernos. Pero, por estrafalarios que resulten, ellos supongo que se verán muy en serio, dignos incluso. Cuando se sienten sobre sus tronos, muy probablemente labrados con profusión de simbología, pensarán que están rehaciendo el mundo. Porque el mundo está mal hecho, y claro, y han venido ellos para arreglarlo. Para eso han sido puestos ahí, elegidos por no sé quién, por la heredad, por la sangre, por un nacimiento especial. Solía ser por la gracia de Dios, en tiempos, ahora supongo que invocan a sus propias deidades.

Aposentados en esas poltronas, sin focos y sin miradas indiscretas, deciden. Sobre la sociedad y su estructura, sobre las fronteras, sobre los sexos, sobre el clima, sobre las agriculturas, sobre las haciendas, sobre el relato, el miedo, las esperanzas, las creencias, las guerras, las vidas, las muertes. Se creen dioses, insisto, diosecillos ridículos, pese a que a su paso sólo están dejando destrucción, mentira y vacío.

Pero en ese Olimpo de gente que se percibe con capacidad para crear, no hallaremos un Zeus, Poseidón, Atenea o Afrodita. Hasta divinidades tan presas de sus pasiones como las griegas parecen grandes en comparación con los actuales mandamases. Los que mandan de verdad, repito, no los que salen por la tele.

¿Quién les ha dado el poder de decidir por los demás? ¿Fueron seleccionados tras generaciones, superando una pugna intestina entre familias? ¿Es el resultado de una negociación entre bandas, sin más, al estilo mafioso? ¿O son puestos ahí a su vez por poderes más altos, en misión designada? En este último caso, no se detendría aquí la consideración, y poco aclararíamos, puesto que si hay alguien por encima, volvemos a lo mismo: ¿quién o quiénes y por qué ahí?

No conocemos. Es la frase más humilde, sensata y científica que poseemos. No conocemos las interioridades de los que detentan el poder. Sólo sabemos que existen, que gustan de la discreción, que se creen con la capacidad de decidir por los demás, que piensan que pueden corregir el mundo a su antojo –bien sea toqueteando el clima, bien sea despiezando la vida que se gesta en el seno femenino–, que ellos se ven como una alta jerarquía principesca y a los demás como a ganado del que disponer sin miramientos éticos. Que son pocos. Cobardes. Sin escrúpulos. Que no creemos a sus emisarios, los políticos, ni a sus intelectuales, ni a sus voceros, ni a sus capataces, ni a ninguno de sus subempleados. Que de su obra no quedará nada. Que nos pueden matar, pero no esclavizar, puesto que no aceptamos su esclavitud. Y que, engalanados con sus mejores atavíos, cuando en sus delirios se travisten de deidades, a nosotros no nos parecen más que unos niñatos engreídos y dementes disfrazados de fantoches.

Y si esto pensamos de los jefes, imaginad el concepto que tenemos de la morralla que les cuelga, de quienes los sirven, de esos que van debajo, con la lengua dispuesta y sin vergüenza.


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