El último trago

Si el genio de la lámpara me permitiese adueñarme de forma artera de algunos versos para que el mundo los reconociera como míos, la panoplia de tentaciones sería extensa. Sin embargo, lo tengo claro. No le pediría que me entregase hexámetros de la Odisea, ni la gracia de Lope, Shakespeare o Quevedo, ni siquiera la bonhomía de un octosílabo de Machado o el calor de la candela de un romance lorquiano. Lo que yo le solicitaría al genio es que me adjudicase El último trago, del mexicano José Alfredo Jiménez.

«Tómate esta botella conmigo, y en el último trago nos vamos». Me estremecería escuchando la entrada musical, esa inminencia en la que Chavela Vargas abre los brazos y despliega el poncho como un ave que se dispone a alzar el vuelo, se sumerge en el recuerdo del delirio alcohólico del pasado y entona con voz labrada en fiestas prolongadas durante varias jornadas: «Quiero ver a que sabe tu olvido sin poner en mis ojos tus manos». Cabe más en la hondura de ese verso que en muchas antologías.

«Esta noche no voy a rogarte. Esta noche te vas de a de veras. Qué difícil tener que dejarte sin que sienta que ya no me quieras». Porque la canción popular, para que duela y nos alcance el corazón, ha de incorporar errores gramaticales, ha de fallar en algunos tiempos verbales. La canción, a diferencia del poema, no aspira a lo perfecto, sino a la vida. Y esos temblores en la escritura denotan la emoción del letrista y poeta, sobrepasado por lo que cuenta.

«Tómate esta botella conmigo. Y en el último trago me besas. Esperamos que no haya testigos por si acaso te diera vergüenza». El mariachi arrastra la música como José Alfredo ha hecho con su biografía, extendiéndola sobre el papel. Y esa existencia suya pesa tanto que deja surco sobre las estrofas, con sus tres mujeres oficiales, amén de todas las simpapeles, y seis hijos. Cuentan que el médico le dio un ultimátum: si seguía bebiendo no duraba un asalto más, y su respuesta fue organizar una juerga que conoció varias amanecidas y tras la cual, en efecto, el tequila lo sacó prematuramente de este manicomio. No resulta ejemplar, ya lo sé, pero cuánta tristeza debe de albergar un tipo que reacciona así ante la amenaza del tiempo.

«Si algún día sin querer tropezamos, no te agaches ni me hables de frente. Simplemente la mano nos damos y después que murmure la gente». Qué elegancia. Qué mentira. Qué elegante mentira.

Y el estribillo, que es una corona que el rey José Alfredo Jiménez se quita de la cabeza para posar sobre su obra. Para cantarlo en sueños y despertarse con él entre los labios, como me ha ocurrido a mí esta noche. «Nada me han enseñado los años. Siempre caigo en los mismos errores. Otra vez a brindar con extraños y a llorar por los mismos dolores». Contra toda enseñanza, lógica o pose. Como es la vida. Ni los años nos han enseñado nada, ni vamos a evitar las equivocaciones porque ellas son las que nos definen, ni mantenemos la compostura ni el pudor: brindaremos con extraños, qué soledad, lloraremos las mismas lágrimas de siempre. «Tómate esta botella conmigo. Y en el último trago nos vamos». Adónde, José Alfredo, a qué olvido, a qué pasado, a qué muerte nos vamos.


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