A ver cómo nos echamos hoy la siesta sin Tour de Francia. Uno los placeres más sutiles y hondos que conozco es el de haber comido, tumbarme a ver los ciclistas recorriendo el país galo y caer en las redes del sueño mientras Pedro Delgado y Carlos de Andrés van comentando la etapa. Como ahora te lo puedes poner en la tablet, hay la opción de echar hacia atrás y enganchar por donde te habías dormido, de modo que no te pierdes ni una pedalada de Pogacar.
Con la Vuelta a España también puedes llegar a pegar la cabezada, pero no sé, a mí la siesta buena me la da el Tour, con un sueño de más calidad, de estado profundo, que me repone de todo lo de la mañana y del calor más insoportable de ese día, el más intenso siempre del último millón de años.
Levantarse antes de que amanezca exige una pausa tras las comida. Ya ni siquiera tomo café después de comer, tan sólo el de la mañana. Y es que hay que gestionar el día con la precisión de un felino. Con la de un ciclista, pues la jornada trae muchos puertos de primera, muchas emboscadas, mucho viento lateral que nos expone a que se formen abanicos. Qué cantidad de trampas nos acechan incluso cuando todo va bien.
Pero como decía: te tumbas y a soñar. Salvo incursión en una pesadilla, uno sueña para mejorar el mundo. Si has tomado un buen gazpacho cordobés y tienes la conciencia limpia de la que ellos carecen, tus sueños de la siesta tienen que ser buenos. Disfrutarás viendo a Perico pegar el arreón y dejar clavados a Fignon y a LeMond en una de las curvas de Alpe d’Huez. Te verás a ti mismo saltando del pelotón de amuermados, de los que obedecen, para formar una buena escapada con los más contestatarios y lenguaraces contra el poder. Te tirarás a tumba abierta Tourmalet abajo, dejando atrás los fantasmas del pasado, los errores, los dolores y la fealdad. Esprintarás codo con codo junto a ti mismo, venciéndote sobre la línea de meta y consiguiendo tu mejor versión. Te batirás contra el crono del día a día, la batalla del tiempo, que sólo se puede ganar cuando te olvidas del propio tiempo. Ascenderás a las cotas más altas de soledad, preclaridad y sosiego, y así acabarás enfundándote el maillot de lunares, que te acredita como el rey de la montaña o como el representante del sarampión. Y presentirás la llegada de algo mejor, como si en el futuro siempre aguardase la irrupción feliz y salvadora de Miguel Induráin.
Al despertar, con suerte, quedan unos cuantos kilómetros y ves el final de etapa. Pero el objetivo ya está conseguido: te has repuesto, te has escapado de la disciplina del gran grupo durante un rato, y estás listo para volver a pedalear en este lado, en la vigilia. A ver esta tarde cómo lo hacemos, sin Perico.