Qué otro tema hay que no sea el tiempo. Un físico acaba de enunciar una teoría que deja en la cuneta lo de Einstein. Según este hombre, sólo existiría tiempo, y en tres dimensiones, que ejercería de estructura fundamental del universo y al que el espacio se adheriría como nosotros colgamos el calendario de José Tomás en las paredes de la biblioteca. Ahí lo tengo ahora mismo, pegando un derechazo en Aguascalientes. A José Tomás, digo, no al físico. ¿Y qué significa un tiempo en tres dimensiones como esqueleto universal? Ni idea. Suena a Asimov, a Stanislaw Lem, a Bradbury, a Philip K. Dick.
Pero la física es un relato que se va renovando desdiciendo las narraciones anteriores y que, a diferencia de las matemáticas, sólo aspira a ser una interpretación del mundo y no el mundo mismo. Es casi imposible encontrar ya a alguien que distinga este matiz, en una era que ha equiparado las teorías de la ciencia a la verdad, ya que la ciencia al completo ha sido mutada a religión desde el siglo XIX. Quien cree, cree porque necesita creer, luego da igual lo que le digas, que seguirá creyendo. Hay muchos que pronuncian la expresión «es ciencia» como sinónimo de «es una verdad incontestable, así que trágatela de un bocado, sin masticar, y obedece lo que dice ese señor porque él lleva una bata blanca y tiene un título en la pared y tú sólo un calendario de José Tomás». El entrenador de fútbol Xavi Hernández, hace un par de temporadas, preguntado por las líneas del fuera de juego que tiraban desde el VAR, respondió precisamente: «Es ciencia», zanjando el asunto, sin reparar en que lo que él llamaba ciencia era un tío colocando una raya a su buen parecer y disfrazándolo todo de cosa cuasimágica y, desde luego, irrefutable.
No obstante, a pesar de todo este uso de lo científico como modo de dominación del rebaño y no como método de conocimiento, el hecho es que la preocupación por el tiempo está ahí, tanto en físicos como en jubilados, tanto en peluqueros como en poetas. «Somos el tiempo que nos queda», dice Caballero Bonald. ¿Cómo vivir sin desvivirnos?, se pregunta además. Es decir: ¿cómo existir sin deshacernos en un charco de tiempo desaprovechado? ¿Cómo no acabar siendo un simulacro de uno mismo? ¿Quién se queda con el tiempo que perdemos con el móvil, el remordimiento, la culpa, el enfado, el recuerdo de lo malo o lo fútil? ¿Adónde van esos ríos de tiempo malgastado en anticipar un futuro aciago que luego no acaba de llegar pero que nos ha angustiado y nos ha corroído el corazón, dejando incluso cicatrices? ¿A quién le interesa que sigamos rebozándonos en el dolor de los daños recibidos? ¿Quién nos roba el mes de abril una y otra vez, todos los meses? Mi paisano Séneca, con el que el editor Javier Baonza, de Ediciones Evohé,mantiene un hondo desencuentro, opina que no tenemos poco tiempo, sino que desaprovechamos la mayoría del que disponemos. Y eso que él no llegó a entrar en internet, ni tuvo tele, ni padeció los actuales planes de estudio.
Hace poco me enteré de que existe la cronopatía, que es la obsesión por no desaprovechar el tiempo. Pero en esa angustia ya hay un desaprovechamiento. Qué paradoja, que sólo quienes se deshacen del tiempo acaban sacándole su sabroso jugo: los niños, los locos, ciertos poetas y místicos, quienes caminan sin prisa, los desocupados, los desterrados del calendario. Como el José Tomás de mi biblioteca. ¿Esto por qué será?