Que acabe la Feria del lugar al que te has desplazado, casi siempre en domingo. Y que se te quede esa noche ahí, colgada, como una burbuja de tiempo. Sabes que si te subieras al coche podrías marcharte ya a casa, porque aquí está todo el pescado vendido, ya has acabado. Pero el retorno es largo, de más de cuatro horas. Y es de noche. Y llueve. Y prefieres esperar, dormir y salir mañana temprano, sin prisa. Esas horas dominicales últimas, máxime si llueve, si no hay nadie por las calles y si llevas la satisfacción de la tarea cumplida, constituyen un regalo.
Echo a andar hacia el centro de Badajoz, sin guías, recordando sitios, esquinas, caminos de otras veces, tan sólo con la idea de seguir el rumbo hacia la Plaza Alta. Casi todo está cerrado. Bajo el paraguas, escucho el repiqueteo de las gotas cayendo y este sonido se une al de los Impromtus de Schubert, que juguetean en mis cascos. Nadie. Calles vacías, como si fuesen las tres de la mañana. Pero apenas han dado las ocho, y la ciudad tiene algo de escenario fantasmagórico que me resulta placentero. Me está lloviendo tiempo, tiempo recobrado, un oasis de tiempo sin hora, sin nada que hacer, sin sustancia. Parece una meditación del reloj, que ha dejado de contar el paso de los minutos y se ha quedado en algo esencial. En ese tiempo resuena como una vibración la eternidad, sin nadie a quien ver, sin nadie con quien hablar.
¿Dónde están los demás? ¿Dónde están todos? La soledad de la Plaza Alta, sólo transitada por gatos con los que me hermano, invita a la reflexión. Pero no tengo nada sobre lo que reflexionar. He acabado mis tareas, mis lecturas, mis escrituras del día. Cuando tu calendario no está regido por las sucesiones de días laborales y días de fin de semana porque en realidad todas las jornadas traen su afán y su quehacer, estos ratos suponen un regalo, un tiempo ajeno a todo.
Ni siquiera arrastro pensamientos, ni deseos, ni ganas de que algo esté abierto y entrar, a ver qué trae la noche. Transitar sin objetivo, soltando las riendas de Rocinante, y dejarte llevar bajo el alumbrado que aún mantiene un reclamo carnavalesco que queda hasta ridículo. Porque no hay nadie que se disfrace, si me exceptúo yo, que ando disfrazado de mí mismo, de transeúnte en blanco.
Y volver, y fumar un último cigarro viendo al Guadiana quedarse de guardia para que sigan fluyendo los sueños de los pavos reales durmientes del parque de Castelar. Y nada más. Desde hace mucho, cada vez que abro las puertas para que entre la felicidad, la que se cuela es la paz.