Europa no es capaz de acoger a nadie porque en primer lugar no se acoge a sí misma. No se alberga. No se contiene. Tal es la idea que se va extendiendo acerca de un continente que ni siquiera sabe dónde están sus límites. Ni su esencia. Ni sus intenciones, más allá de obedecer los dictados que surgen desde Alemania.
Europa, pero, ¿qué Europa? ¿Acaso la que nació tras la Revolución Francesa? ¿Libertad, igualdad, fraternidad? ¿Acaso la de la reacción de las potencias absolutistas que quisieron frenar los nuevos aires que se exportaban con Napoleón? Ese movimiento nos trajo a Fernando VII, por cierto, identificación de muchos de los males que nos asolan en España. ¿Qué Europa? ¿La de la guerra entre Francia y Prusia? ¿La que se repartió África y el Oriente como un pastel? ¿La de los Balcanes encendiendo la mecha de la Gran Guerra? ¿La de los fascismos? ¿La de Hitler marchando sobre París y bombardeando Londres? Parece que hay demasiadas Europas, harto antiguas y quizá con un exceso de querellas internas que le imposibilitan el entendimiento.
No hay un proyecto común. Normalmente, las palabras se usan para esconder las carencias, y hay que recordar que durante mucho tiempo Europa gustó de llamarse a sí misma Mercado Común. Tras la Segunda Guerra Mundial, la Alemania del oeste quedó al amparo de los EEUU y esa tutela inspiró la creación de un bloque donde se fueron uniendo esta Alemania, Francia, Italia, Países Bajos, Luxemburgo y Bélgica. Con el tiempo, llegarían Reino Unido, Irlanda, Dinamarca, Grecia, España, Portugal, la Alemania del este, Austria, Finlandia, Suecia… Se confeccionó un andamiaje económico en el que estaba claro que la fuerza se le cedía a la OTAN, integrándose en ella, de hecho. De modo que, tras la Guerra Fría, ¿qué pasa con Europa? Una ampliación a veintiocho miembros, por ahora, y el euro, que ha arruinado a los países del sur y cuya única misión parece ser la de aplacar el miedo alemán a la inflación.
Europa no sabe ni dónde empieza ni adónde va. Se está desmembrando y es curioso, porque nunca ha estado unida. Se está separando, cuando quizá su problema es estar demasiado próxima de sí misma. Se está arruinando, cuando la pobreza ya afecta a gran parte de su población. Es una gran paradoja: la de la propia existencia. El miedo a que se desintegre, que se lo digan a los griegos, no evitará que todo el solar regrese a la condición de patio de vecinos donde cada uno cierra su puerta y desconfía del de al lado. El mundo es de EEUU, y quizá algo de China. Europa no ha sabido o no ha querido ser. Y, por tanto, no será. No sabemos qué tal se hubiesen dado las cosas en caso de haber existido una voluntad política, social y constructiva para aunar un continente y ponerlo al servicio de su población. Quizá nos han faltado grandes praderas donde correr y tender trenes y sueños. Europa ha sido raptada. Pero por sí misma. Disfrutemos de las catedrales, del Coliseo, de la Alhambra, del Partenón y de la Alfama, mientras sigan en pie.