Si un lunes estás en el Museo del Prado es muy probable que tu vida sea buena. Se condensan entre esas paredes belleza, miradas y tiempo. Y nunca se acaba uno de acostumbrar a que tal maravilla esté ahí, como un lujo olvidado. El propio edificio es una obra de arte, y lo que contiene, una locura. En la colección, además, no hay ninguna pieza robada, algo que no pueden decir otros grandes museos como el Louvre o el Británico, alimentados con innumerables expolios civilizatorios.
Existen en las salas de la pinacoteca madrileña caminos invisibles que el visitante habitual puede ir descubriendo. En los grandes pasos, en ciertos puntos calientes, suele registrarse mucha afluencia de visitantes, como ocurre con las estancias de los retratos reales de Velázquez, de El jardín de las delicias del Bosco o donde las pinturas negras de Goya. Pero si no tienes prisa, puede que empieces a hallar en el Prado algunos rincones que te brindan ramalazos de belleza más o menos solitaria, casi íntima. El museo ha sido remodelado en varias ocasiones, y cuando reubican las obras a veces desaparecen algunos de estos rincones y surgen otros. Recuerdo con qué delectación buscaba El embarque de santa Paula de Claudio de Lorena, sólo por la luz tibia y melancólica que impregna esa estampa del puerto de Ostia, tan barroca, entre ruinas ilustres. Eso parece la vida, o hacia eso tendemos, a tener que buscar la belleza entre los despojos de las grandes cosas que fueron.
Otro lugar sugerente y sin demasiada concurrencia es la sala inferior donde se expone la historia del propio museo. Aquí antes estaba el Tesoro del Delfín, que fue trasladado posteriormente a una de las zonas altas. A mí me gusta esa sala como un sótano, tan descuidada de todos, tan tranquila y jugosa. Como ocurre también con las capillas prerrománicas, un delirio en el que perderse y que impacta mucho al que las ve por primera vez, por inesperadas.
La Magdalena penitente de Ribera, así como su serie de los apóstoles o las estatuas mitológicas ejercieron una gran atracción sobre el joven que fui. No sé por qué, por muchas vueltas que diera, acababa encontrando estas obras, como si me llamaran, como si tuviesen algo que decirme y nunca se hubiesen atrevido.
Supongo que esto simplemente habla de mi aversión a las multitudes y de mi inclinación por los caminos solitarios. Tampoco sé si se trata de una impresión equivocada, pero me da que últimamente los senderos poco transitados resultan del gusto de cada vez más gente. Como si nos estuviésemos yendo todos no sabemos hacia dónde. De esto ya hablamos el otro día, del tema de la huida.
Pues mirad, no es mala idea, hoy lunes de primavera, descanso de San Isidro, aprovechar este trozo de vida para huir al Prado. Eso haré. No se lo digáis a los demás.