El miedo

Conozco a un joven que ha encauzado lo suyo y se ha puesto a estudiar, para alegría y alivio de sus padres, que ven cómo el muchacho ha sentado cabeza, hasta donde eso es posible en la frontera de los veinte años. No lo ha hecho, creo yo, por convicción, ni por coherencia. Ha vislumbrado lo que le espera si no se toma en serio los libros y se salva de la quema a la que estaba abocado siguiendo el curso natural de la corriente del sistema escolar en la que se había dejado atrapar. Es decir, lo ha hecho por miedo. En este sentido, tal sentimiento puede actuar como un potente motor que acciona la voluntad, deshace perezas y evita las distracciones.

El miedo al futuro, a la pobreza, a la enfermedad o la muerte. Existen tantos miedos como pasiones. Pero no es menos cierto que los psicópatas que gobiernan el mundo conocen a la perfección que una dosis elevada de temor puede bloquear al individuo y predisponerlo a la obediencia ciega. Esto es especialmente eficaz cuando se trata de un grupo, de una masa. Desde 2020 hasta el día de hoy contamos con sobrados ejemplos de esas intentonas por parte del poder de mantenernos en permanente alerta, asustados, prestos a la obediencia. Miedo a un virus, a una sequía, a la guerra, a un apagón, a Rusia, a la miseria. Lo sarcástico es que ellos, los que mandan, son quienes causan esas enfermedades, esos conflictos bélicos y esas crisis, aunque por el camino intenten culpabilizarte a ti de todos sus crímenes. El miedo mezclado con la culpa, qué gran herramienta para conducir a los rebaños hasta el despeñadero.

«La dosis hace al veneno», sostiene Paracelso. Y en este caso puede que tengamos que asentir. Tener miedos no es que esté mal ni bien, es que resulta inevitable. Pero al miedo hay que embridarlo, dominarlo, domarlo, como hace el buen torero. Me dice el diestro Saúl Jiménez Fortes que el miedo se tiene que quedar en el hotel, que no te lo puedes llevar contigo a la plaza. Y parece buena línea. Admitamos que está bien que ese muchacho que citaba al principio haya sido movido a la acción por su deseo de no acabar como acaba la mayoría, mendigando una vida. Pero no pasemos esa línea: dejemos al miedo en el hotel, y no atendamos a los pavores inoculados con los que el poder pretende esclavizarnos. Que tiemblen ellos.


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