El instante

Escuché hace unos cuantos días a un médico que me pareció en sus cabales afirmar que el noventa por ciento de las enfermedades actuales provienen de la persistencia del estrés. Y aconsejaba este hombre que nos recreásemos en los instantes de belleza, de paz, de alegría que cada jornada nos va proporcionando y que en la mayoría de ocasiones pasan desapercibidos. Esos momentos, fugaces pero importantísimos, serían los que nos descargan de la tensión, del temido estrés.

Yo no sé si esto es cierto o no, aunque tiene visos de verosímil. Pero lo primero que me llama la atención es que una sociedad tan tecnificada, en la que los procesos se hallan mecanizados, sea líder en estrés hasta el punto de provocar que sus miembros enfermen. Sería más lógico pensar en la ansiedad continua de unos tipos que intentan encender el fuego por primera vez, acosados por fieras y sospechando en cada sombra la mirada del leopardo que viene a devorarlos. O en una Edad Media despiadada sin que nadie pueda alzar la voz ante el implacable señor feudal. O en una jornada laboral eterna en el interior de la fábrica o de la mina o en el campo, donde hasta los niños han de arrimar el hombro. Por otro lado, vete a saber qué hay de cierto en lo que nos han contado de la historia: si nos mienten en lo que estamos viendo directamente, como para creer lo del Medievo, por ejemplo, del que apenas sabemos nada, o lo poco que sabemos corresponde a su etapa final.

Pero vamos a lo de ahora. ¿De dónde proviene el estrés de este tiempo? Cierto que padecemos la presencia de unos políticos enemigos cuya misión es empobrecernos, enfrentarnos y mantenernos asustados. Pero, más allá de las cosas reales que sí que cometen, como puede ser el robo a través de los impuestos o la inflación, cuando desean aterrarnos no tienen más remedio que contar con nuestra colaboración. Si nos angustiamos con las noticias es porque las vemos. Y la solución es sencilla. Click.

Pero no sólo los políticos pretenden mantenernos asustados, parece que son ya todos los actores los que no saben comunicarse más que con la amenaza y el miedo: desde los meteorólogos hasta los que traen la cerveza al bar. No sé cuántas veces he escuchado ya este año que la alergia viene fortísima, que verás tú los alérgicos. O que se avecina algo gordo, que algo terrible está a punto de ocurrirnos. O que con los locos que hay al mando se va a liar la guerra definitiva. Es curioso, porque luego los peligros que sí están ahí no los ven o no los quieren ver: no miran al cielo, no miran a su sangre mancillada o no miran el estado multicultural de ciertos barrios.

Y contra todas esas tribulaciones que nos estresan y nos enferman, según este médico del que hablaba antes, el mejor antídoto sería el instante. Echarte el café y ver a través de la ventana esa fila de coches a la que no perteneces. Ver las gotas de rocío que han quedado encaramadas a las hierbas mientras el perro inaugura la mañana. Que salga el agua caliente de la ducha. El olor del pan. Comprobar que las niñas han entendido las matemáticas. Terminar de trabajar habiéndolo hecho todo. Oler el libro que acaba de llegar. Escribir. Los reclamos de la carne aún con memoria de sí misma. Tumbarse en el sofá después de comer. Tumbarse en la cama por la noche, echándole el cierre al mundo, antes de zarpar hacia los sueños. Despertarse recordando lo soñado, mantener los regalos y los dones recibidos en la noche.

Carajo, nada de eso sale en las noticias ni va a salir nunca. Sea verdad o no lo que dice este señor, no les entregues esos momentos a ellos. No les des ese gusto. Que no te claven impuestos sobre esos instantes. Que no te los roben.


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