El funeral de Sabina

Al funeral propio hay que ir en vida, como ha hecho Joaquín Sabina en «Un último vals», canción con vídeo que transcurre donde siempre, en la barra del bar, con la luz enronquecida como su voz y el verbo exprimiendo los mismos versos de toda una obra, a ver si dan una metáfora más.

Güisquito, penumbra y cigarro, en un local en el que a él aún le permiten fumar, y un rosario de colegas que van dejándose caer por ese claroscuro. Sabina tiene razón. Hay que enterrarse en vida, capaz aún de responder al abrazo de los amigos y a sus sonrisas, aunque a ellas ascienda toda esa tristeza que le sube a Serrat a la cara cuando contempla a su compañero de naufragio. El beso que le da Serrat a Sabina, por cierto, tiene algo de inverso, como un Cristo besando a un Judas, y no al revés, perdonándole todo de antemano.

La melancolía que anuncia el fin es la otra cara de la moneda que supone la nostalgia de después, cuando la vida ya sólo sea un recuerdo diluyéndose. Antes de zarpar, a Sabina le queda una risotada en mitad de la noche, escandalosa como un folio que se rompe o un amor que no conviene, en ese gesto de Calamaro. Y un vaticinio de tormenta de rimas elegíacas en el modo en que García Montero toma posesión del asiento. Le queda presente la ausencia de Pancho Varona, al que no han dejado entrar en el garito por llevar calcetines blancos. Le queda Leiva, que sigue ahí, escribiendo la misma melodía para la misma canción repetida. Y el quite de José Tomás, como un robinsón buscando isla desierta en la que torear a solas. Y los ojos de Benjamín Prado, que no se ven porque ven de memoria. Y la ceniza de García de Diego, a punto de caer sobre el teclado para mejorar una canción más. Y le queda el Krahe, benditos sean todos los exiliados, cameo sobrenatural pero que acabará siendo el más natural de todos, como ya intuye Sabina cuando lo ve y se carcajea preguntándole al viejo amigo, primero perdido y luego ido, qué carajo hace aquí.

A nosotros, quién sabe cuántos valses nos aguardan. Pero nos encontramos con este último comodín de Sabina, con este Sabina postrero, abuelo de todos los anteriores, que se asemeja a un billete encontrado en el bolsillo de un abrigo que llevábamos sin ponernos varios inviernos. La espuelilla que nos dan antes de cerrar. Como somos unos caballeros, sólo bailamos cuando nadie nos ve. Y sólo lloramos ya cuando canta este hombre o torea José Tomás. A ver dónde vamos a ir, a partir de ahora, tan espantosamente solos, a cosechar las lágrimas que nos faltan.


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