¿El Estado fallido?

La tragedia del Levante español ha destapado las últimas caretas que aún ocultaban los rostros culpables. Mientras las autoridades se afanan en la inacción criminal, el pueblo dolorido se empieza a organizar para intentar salvar las vidas que aún queden por salvar, asistir a los supervivientes y recoger los cadáveres que abonan el lodo para una cosecha de indignación. Se escucha la idea de que el Estado ha fallado, de que vivimos en un Estado fallido. Y no es cierto. El Estado actual, aparataje creado desde fuera para dar continuidad al anterior, cumple eficazmente el fin para el que fue creado: masacrar a la población.

Puede que quedasen algunos negándose a admitir que somos ganado para los gobernantes. Puede que algunos aún se resistiesen cerrando los ojos ante la evidencia de que los dirigentes no son más que actores puestos ahí por el sistema para obedecer a los altos poderes, mientras a ellos se les otorga patente de corso para robarnos a manos llenas. Puede que todavía existiese un reducto de personas que optaban por el miedo, por la negación de la verdad, que nos alcanzó hace mucho: el sistema es un teatro, un escenario de papeles impostados cuyo único objetivo es el de pastorearnos como a un rebaño.

Cierto que desde el crimen de 2020, continuado vía intravenosa, muchos se percataron y acabaron por quitarse la venda que ese sistema criminal que padecemos ha tejido durante décadas en forma de simulación del artificio izquierda/derecha. No hay izquierda o derecha, un lado u otro. Hay un grupo de criminales al mando, con todos los medios a su disposición, y un entramado de miserables que, a modo de sicarios, cumplen sus órdenes, siempre contra nosotros. Serán sensibles los que falten por reconocer la verdad a las palabras de Julio Anguita, que ya lanzó la acusación de que el sistema está podrido desde arriba hasta abajo, “incluyendo a las más altas instancias”. O a las de Antonio García-Trevijano, quien se percató de inmediato de que el Estado del 78 nacía enfermo en su origen, con la corrupción como factor imprescindible de gobierno. O quizá haya que citar a Pablo Neruda, que “vio correr la sangre por las calles”. Habéis obviado el crimen del 2020. Y los envenenamientos por vena y por aire, negándoos a admitir lo que veis a diario en los cielos. O el crimen de eliminar presas con una excusa supuestamente ecológica, a la espera de que la naturaleza siga su curso y acabe, como ha acabado, golpeando a los de siempre. Esto, en el caso de que no hayan provocado ellos mismos el desastre mediante técnicas de geoingeniería, una práctica que también se empeñan en negar. Siempre mueren los mismos a manos de los mismos.

Pero no podrán negar, ni unos ni otros, da igual los colores del partido político que les esté proporcionando el pesebre, que sus sillones, sus escaños, se asientan sobre un mar de muertos, los que aguardan sepultados en el lodo como una semilla de denuncia. El crimen de Valencia, por acción o por omisión, de nuevo Anguita, es el Prestige que muy probablemente acabará con esto. No con el Gobierno de turno, a la espera de unos sustitutos igual de obedientes y pérfidos, sino con el sistema, con el 78 o más allá. ¿Estamos solos? Es lo que quieren hacernos creer. Pero también en esa expresión existe una mentira inoculada desde arriba: somos millones, y ellos, tan sólo unos cuantos. Ellos viven de nosotros, y nosotros, a pesar de ellos. No fuimos pocos: fuimos los primeros. Y ahora, que nos llamen otra vez a la urna, a la fiesta de la democracia. En esa fiesta, nosotros somos el festín. Y la sangre, nuestra sangre, mancha sus trajes de gala. Disfruten lo votado, dicen algunos, como si alguien contase los votos. Un sistema criminal, ladrón y asesino, se derrumba. Procuremos no estar debajo. Hay que empezar la reconstrucción, la creación de un mundo sin ellos. Es mucha la mies.


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