Me consta que la palabra bufón se emplea con una carga peyorativa, en un intento de convertirla en insulto. Algo similar le ocurre a payaso. Sin embargo, así como jamás he sentido simpatía por este último, lo bufonesco siempre me ha inspirado un gran respeto. Porque la existencia del bufón se antoja imprescindible a la hora de testar la salud de una sociedad. La salud de la libertad, de la expresión, de las maneras.
Un bufón es alguien a quien el poder tolera, a regañadientes, que le escupa la verdad a la cara. Es quien le dice al rey que se pasea desnudo en medio de toda la corte de aduladores, pelotas y arribistas en que habitan quienes reciben el encargo del poder. Es quien le recuerda que nadie tiene poder, sino que el poder te tiene a ti. Es quien se carcajea ante el miedo, instrumento de dominación. El bufón es el espíritu de un pueblo lúcido hablando por boca de alguien que tiene carta blanca para alzar la voz.
¿Quedan bufones? Un equivalente o algo muy parecido sería el cómico, el humorista, el monologuista. Yo he trabajado en varias ocasiones como guionista en espacios de humor. En la actualidad, me sería imposible, ya que la censura del discurso oficial no permite que se hable más que de aquello que desde arriba se dicta. De 2020 a 2022, en ese tiempo con especial intensidad, ya pudimos comprobar que los supuestos bufones ejercían como meros transmisores de las órdenes recibidas, y vergonzosamente se ganaron sus cuatro mendrugos de pan indigno intentando ridiculizar a todos aquellos que no se dejaban engañar por el vodevil diseñado para entretenernos, confundirnos y, en última instancia, esclavizarnos y hasta exterminarnos.
Un bufón, hoy por hoy, haría mofa de toda la clase política, sin excepción, de los grandes rostros de la comunicación, de los intelectuales a sueldo de su amo, de los subcontratados para expandir las mentiras oficiales a cambio de un éxito entre comillas y transitorio en su parcela laboral. Un bufón se expondría hoy a ser decapitado en primer lugar, espetándole al sistema, a sus opacos dueños, a las instituciones y a los capataces de la granja que a las ocho van a balar desde el balcón sus señores padres, en caso de que sean conocidos.
Queda alguno por ahí, como es el caso de Óscar Terol, y alguno más que nos llega desde fuera. «Qué ensalada se está preparando, pero ensalada César, con tropezones», dice Terol en su último vídeo. En pie. Sombrerazo. Porque eso es un bufón. Uno que denuncia al esclavista y se pone de parte quienes son heridos por el látigo, y no al contrario, como acostumbra la inmensa mayoría del gremio. No pisarán los escenarios más rentables, los platós mejor iluminados, ni los foros mimados. El bufón actual, el cómico, el humorista, por regla general, actúa como antibufón, difundiendo los crímenes del rey desnudo hacia los sufridos vasallos. Es quien te intenta estigmatizar por no dejarte embozalar, por no poner el brazo, por ser consciente de que padecemos un hondo y premeditado crimen económico, educativo, ecológico, social…
Que vuelvan los bufones, pero los de verdad, los que no mancillan tan noble oficio. Y que sus risas lacerantes expongan la maldad al mando y la imbecilidad que opera a su servicio.