Los astrónomos nos cuentan que el Telescopio Espacial Kepler ha detectado una serie de señales que revelan que una estrella está devorando a uno de sus planetas y que éste tendría más o menos la composición de la Tierra, la de un planeta rocoso. La materia se precipita hacia el interior del astro, que deshace la roca y disuelve ese mundo como un azucarillo en el café. De modo nos avisan: así es como vamos a acabar. Dentro de 5.000 millones de años, vale, pero de ese modo tan cinematográfico.
Esa escena se encuentra a 570 años luz (con lo que los datos recibidos proceden de algo que no es que esté pasando ahora mismo, sino que en realidad ocurrió cuando Colón no había llegado a América). Pero algo de angustia se siente al leer esta noticia y escuchar a los astrónomos vaticinar que ese es el final del proceso. No sabría decir de dónde procede ese pellizco. ¿Acaso de lo más hondo de la materia, como si todos los elementos de los que uno está hecho se agitaran al escuchar que regresamos a la estrella, a la caldera de la que provenimos? Volvemos a la fuente. Cada átomo de nuestros cuerpos serranos salió de una estrella, a decir de los astrofísicos, y da igual que ese mismo átomo haya sido parte de una farola, de una cuenca minera, de una miss Uruguay o de una isla del Pacífico. Surgimos en las hogueras que son las estrellas… y al parecer vamos directos hacia ellas.
Woody Allen cuenta, creo recordar mal que en Días de Radio, ese momento en el que el niño le dice al psiquiatra que se encuentra angustiado porque acaba de enterarse de que el universo se expande, y la madre se mete en medio para gritarle: ¡Pero a ti qué te importa eso, si no vas a salir de Brooklyn! Ésa podría ser la esencia de esta columna: ¿por qué preocuparse por algo que va a ocurrir dentro de 5.000 millones de años, si ni siquiera sabemos con qué alineación va a salir Simeone frente al Valencia este fin de semana?
Tendría razón Heráclito: somos fuego. Y tendrían razón también quienes dicen que hay que ir pensando en abandonar la Tierra y buscar nuevas ubicaciones. Tanto lío para después tener que dejar Cataluña, por ejemplo. Si da pereza una mudanza y hasta ponerse a pintar el cuarto de la niña, lo de cambiarse de planeta o de sistema solar… pues pereza sideral.
Bien pensado, lo que de verdad causa vértigo no es saber que dentro de 5.000 millones de años aguarda un fin del mundo de crematorio, sino que nosotros, despojos atómicos salidos y destinados a regresar al horno de una estrella, estemos aquí intentando comprender, amarnos unos a otros, beber vino, reír, criar hijos y hacer poesía. Da la impresión de que somos una especie de basura que aspira a la belleza. Y eso es hermoso, supongo, como el verso de Juan Ramón Jiménez: «En el amor está la estrella».
Dicen que la columna está hecha para alumbrar; puede que sí, pero sobre todo, al que la escribe.