Oscar Wilde ideó una trama fascinante: a un personaje suyo, Dorian Gray, le hacen un retrato y resulta que el que envejece es el del cuadro y no el personaje. La pintura va quedando marcada por los brochazos del deterioro, pero en esta historia no son los años los responsables de ajar la figura, sino los pecados del protagonista. Entendida así, la vejez sería consecuencia de un vivir impío, de modo que por el contrario podríamos pensar que una existencia virtuosa nos mantendría perpetuamente jóvenes. Y, de hecho, hay quien defiende en gran medida esta postura.
Sin entrar en el terreno moral, asumamos que por mucho que obedezcamos a papá y a mamá, por mucho que nos esforcemos en ser buenos vecinos y ciudadanos y por más impuestos que nos dejemos robar, envejecemos. A diario. Constantemente. La muerte final no es más que la suma de muertes cotidianas que nos suceden cada jornada, dice José Saramago.
En el lado opuesto encontramos al doctor Esteban, quien asegura que se encuentra más joven que el año pasado, y en su caso seguro que es verdad, porque hablamos de un portento, dominador de hábitos y nutriciones. Y quizá sí, se pueda ralentizar el efecto del paso del tiempo. Pero para el común de los mortales, bien sea a causa de nuestros numerosos pecados o por lo mal que comemos o por lo poco que nos movemos o por lo que sea, ahí están las canas, esas blancuras que encienden los años. Una barba nívea impone. Moisés bajó encanecido del monte y mirad la que se lio. Yo he aguardado paciente durante décadas a que llegase el pelo blanco, de modo que ahora que ha tomado los espejos en abundancia y sin vuelta atrás, no voy a repudiarlo. Mis canas. Son mías. Soy de ellas.
Y las arrugas, como firmas de la memoria sobre la piel. Los presos de los tebeos van marcando con signos sobre las paredes de la celda los días, semanas, meses o años que llevan encerrados. Eso parece hacer el alma sobre nuestro cuerpo, como si se impecientara y fuese señalando lo prolongado de su reclusión carnal. En cada arruga, una historia olvidada, una noche fallida, una cita a la que no acudió el destino, un deambular acabando donde uno no debía.
Y las cicatrices, que podemos entender como arrugas venidas desde fuera –como las arrugas son cicatrices desde dentro–. Pero la cicatriz es una medalla, el recuerdo de una supervivencia. A Frodo no le dejó seguir con su vida la cicatriz y se tuvo que marchar con los dioses.
Y la carne que pierde firmeza y que amenaza con echar abajo la cúpula de la juventud y la hermosura. Pero es bella, a mi juicio, la grieta sobre el lienzo de Da Vinci, y las esculturas griegas, que fueron policromadas, están mejor así, blancas, como si hubiesen encanecido ellas también. En el bar, uno de los parroquianos, sibarita y muy fino, lo comenta cada vez que pasa una joven llamativa: «Ahora es guapa. Pero dentro de treinta años, cuando se marchite, lo será más».
Canas, arrugas, flacidez. Con tales elementos, qué fácil sería sentar los cimientos de un templo dedicado a la amargura y el desconsuelo. Yo prefiero colocar un altar a la belleza.