Comienza con un olor. Comienza con un murmullo. Ascienden los vapores cargados con aire cafetero y cualquier cocina queda convertida en un trozo de Colombia, de Arabia, de Etiopía. El café inaugura las mañanas, muchas de ellas aún noche cerrada, y ejerce como única esperanza de desesperados. Es un despertador silencioso. Un último sueño para los que amanecen ya decepcionados. Un placer de sibaritas tempraneros. Una excusa para no arrancarse despavorido hacia la jornada.
Café solo, sin azúcar, en mi caso, y de esta manera me emparento con los Buendía, parezco escrito por García Márquez, listo ya para cien años de lo que sea que traigan las horas. No comprendo a los que se piden en el bar el café para llevar y salen con él dentro de un vaso de plástico o de papel, a tomarlo con urgencia mientras andan o aligeran. Porque para mí el café es pausa, pensamiento, un alto en el camino, esperad, que no hay tanta prisa para seguir corriendo en círculos. «Esto va muy deprisa», se me quejaba el otro día en la plaza de La Malagueta un compañero periodista, veterano, que peina el doble de canas que yo. «Déjalos, Juan, corren en círculo».
Pero el café, a lo que estábamos. En Málaga hay que cursar cinco años de carrera para aprenderse los dos millones de nombres que tiene: nube, medio, solo, corto, semicorto, entrecorto… En Madrid, suele estar malo, pese al buen agua, y un conocido italiano, príncipe napolitano de los cafés, me decía que no entendía cómo es posible que en la capital de España el café no sepa bien. Será que el café capitalino es un espejo de cómo está el país, no lo sé. Emilio de Felipe, aquel genio de la tele, el único tipo que he conocido que supiese de tele, pedía un hámster, que consistía en un café solo con una gota de leche, una única gota, literalmente, con la que él aseguraba que quedaba inmunizado ante males de ojo y diversas maldiciones. Identificabas por qué bares había pasado Emilio, que eran muchos, cuando pedías un hámster y el camarero se lo sabía.
El café, por lo tanto, como avivador de cuerpos y de tertulias. El de después de comer. El de la charla pausada. El que contiene un puyazo de coñac y nos deja ahormados. Vamos a quedar a tomar un café, decimos, para limar asperezas, para ensayar amoríos, para proyectar negocios. Y estaba el café de la noche, ay, aquel que se tomaba en el pub, de madrugada, antes de continuar la deriva hacia el naufragio nocturno, rumbo a la nada.
Un café frente al mar, dejando que las espumas salinas se confundan con las de la taza. El Café Gijón como algo mitológico, umbraliano. He hecho café, se dice, y parece eso un te quiero. Los cafés en el trabajo, en manada, juntando en muchas ocasiones a personas que se detestan pero que no se ven con ánimo de decir que no al grupo. Café sociológico, en tal caso, señalador de gentes gregarias y fácilmente manipulables. Café para todos, se dijo aquí cuando la Transición, indicando que habría barra libre para robarnos sin freno merced al Régimen del 78.
Café, flor líquida y negra. El café. Como el que me he tomado, a sorbos lentos, muy conscientes de sí mismos, mientras escribía la columna. Café, querido lector, café. ¿Tomamos otro?