Qué gozosa fue para mí la tarde-noche de ayer en compañía de la gente de Hislibris, un foro de amantes de la novela histórica, después de que Javier Baonza y yo, otra vez, nos quedásemos esperando a Antonio Blanco, el protagonista de Sherlock Holmes y el misterio de las voces húngaras, de Ediciones Evohé. Pero más allá del acto en sí, magnífico, la cosa estuvo en la charla literaria. Se habló, entre otros muchos temas, del Momode Michael Ende, de Patrick O’Brian, de Robert Graves, de Newton y Leibniz, de Homero, de Odiseo, de Laertes, fecundo en ausencias, y, en un aparte, junto a Ángel, disfruté de uno de mis temas predilectos: Pío Baroja.
Ángel dibujó un tren cruzando estepas soviéticas. A bordo, en el vagón cafetería de nuestra charla, estuvimos de acuerdo en el modo tan eficaz que tiene Dostoievski de retratar el vicio. Sobrevivir a las amenazas siberianas, andar procesionando la epilepsia por Europa y bajar al subsuelo de los demonios fue un pago que bien mereció grandes dones a cambio, como las escrituras de El jugador o Crimen y castigo. ¿Y Tolstói? Qué distinto, qué Guerra y paz. Pero Tolstói es creyente y Dostoievski se siente solo en el universo, y eso los lleva a polos opuestos en el planeta literario.
Y Baroja, como digo, también iba en ese tren de Ángel. Qué vigor el de los trazos impresionistas de don Pío describiendo con un golpe de muñeca lo que a otros les exigiría varias páginas. Me sigue tentando estudiar la influencia de lo pictórico en la narrativa barojiana, pero el tiempo, ay, escasea.
La enfermedad y el escritor; ahí tuvimos más argumentos para la conversación, comentando de qué manera en 1920 Baroja pasó por quirófano y el que despertó de aquella operación ya no era el mismo, circunstancia que se notó y se nota en su obra. Las mejores novelas barojianas, grosso modo, son anteriores a esa fecha. Porque Baroja, obviamente, no pierde la técnica, el oficio. Es más, en ese campo extrema su pericia. Pero ha extraviado la alegría. Y deja de salir por la noche. Pierde o aminora el contacto con el entorno, el mismo que anteriormente lo había convertido en un observador de primera línea, en un corresponsal especial enviado a las trincheras de su tiempo. Cuando un escritor se retira de la calle, sus creaciones dejan de ser políglotas, de hablar el idioma de todos. Yo he seguido a Zalacaín por las calles actuales de Estella, en Navarra, o por Córdoba, tan bien recogida en La feria de los discretos. Y para qué hablar del Madrid barojiano, que permanece ahí, por debajo de los neones de las franquicias y de las bandadas de Uber.
Y algo más sobre lo hablado ayer en torno a Baroja: el hecho de que el novelista no soporte de forma prolongada el dolor de personajes que le han salido buenas personas. Lo mismo le ocurrió con la medicina, que tan sólo ejerció durante un año en Cestona, Guipúzcoa. Baroja no supera el dolor ajeno. Es un hombre de una empatía exacerbada. Resulta significativo que su tesis de carrera esté dedicada a eso, al dolor. No aguanta que sus personajes se duelan más de lo necesario. Esto le pasa especialmente con jovencitas castigadas por la vida. E incapaz de verlas sufrir más, les suele otorgar el fin como dádiva y descanso, siempre de un modo indoloro, mediante una muerte durmiente que llega dulce y sigilosa.
La tarde, en fin, se nos hizo noche bajo una tormenta de palabras veraniegas. Y vaya fauna bullía por el centro Madrid, exigiendo barojas que la retratasen. Vi hasta cónsules hechos caballos.