Abril

Tiene abril algo distinto de entre todos los meses con los que se hermana, como quizá también le pasa a diciembre y puede que a mayo.

El olor de la tierra mojada toma los campos y se esparce de forma semejante a un recuerdo. Parecen evaporarse los barrios de nueva construcción, y sobre ellos se alzan otra vez la agreste infancia y senderos indecisos entre vegetaciones sin mapas.

Y ese olor a tierra recién llovida tiene un nombre, que es petricor. Petricor. Fallido, porque no corresponde de ninguna manera a lo que está designando. Se supone que alude a la piedra y a la sangre divina. Pero canta mucho que es un vocablo rebuscado, de diseño, sin vida, urdido por un geólogo y no por un poeta. Petricor podría valernos para referirnos a una marca de aceite de coche o a un supermercado que abre las veinticuatro horas y donde una dependienta que no mira a la cara pregunta si tienes la tarjeta de puntos. Pero cómo vamos a llamarle petricor al aroma de las tierras y las piedras que vienen del invierno o de la aridez y que son despertadas por la lluvia.

Ese adjetivo está pendiente, y tampoco es que debamos acudir a un laboratorio de palabras para hallar uno bueno, creo. Porque para esto tenemos, precisamente, abril. Huele a abril. Y ya está dicho todo. Sencillo y eficaz. O lo que es lo mismo: poético. Huele a abril. Y ya sabemos que el campo abrilea, rebosa de vida que viene adelantándose a sí misma, porque abril siente el impulso de envolverse una noche en su capullo, como algo frágil, para despertar a la mañana siguiente convertido en el mes de mayo, que ya es denso, florido y capaz de ir ensayando calores cordobeses.

Abril pastorea nuestras mañanas, nos convoca a nuevas batallas y señala el camino hacia los caminos. Yo, que tanto salgo a vagabundear por el campo, voy encontrándome por esos mundos de Dios –que diría mi abuela– a la cuadrilla que compone la tropa de la primavera. Saludo en estas amanecidas a Machado, que escribe a la sombra de un viejo olmo, pendiente el poeta de las yemas, de los brotes del vegetal. Anda Sabina despistado por tales planicies buscando una comisaría para denunciar que le han robado abril, pero no existen comisarías rurales, en mitad de las nadas, ni Sabina sabe cómo andar sin pisar asfalto. Que dé su mes por perdido, un año más. Discuten Lorca y Juan Ramón Jiménez sobre el adjetivo, ambos horrorizados ante el término petricor. Suena Vivaldi, porque la música, como el suave olor abrileño o la memoria, se desborda en una inundación aérea. Y siempre habrá detractores, ahí tenemos a Eliot posicionado en contra, convencido de que abril es el mes más cruel y de que nos encontrábamos más seguros hibernando bajo una capa de nieve. Vemos pasar a los fantasmas de las primeras novias, benditas sean, buscando a sus maridos, pobrecillos.

Pero abril no se limita a los campos del extrarradio, que por cierto, qué nombre tan feo, como petricor. También abrilea en las calles, en los parques, hasta por las aceras. No existen adoquines suficientes para detener a la primavera, cuya marea verde asciende sin contención. Vuelven los viejos a pasear, cada vez más aniñados, bullen las repúblicas de infantes y ya no quedan niñeras con las que perder la mañana. Los pájaros escriben sus líneas en el aire, versos invisibles y asonantes, y el deshielo promete rescatar a algún corazón terco y decepcionado. No nos caerá esa breva, claro. Pero amanece en el calendario, y con eso es suficiente para ir tirando otra jornada más. Huele a lluvia, a tierra mojada. Huele a abril.


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