A las cinco

A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde. Y no había comido aún ese hombre. Desmayado, desmaquillado, roto por el dolor y la pena. A las cinco. A la hora del té en otras partes. A la hora en que meriendan los abuelos y los colegiales. A la hora de las piscinas ruidosas. A la hora de la felicidad y la siesta. Pero a él lo abandonó la alegría. Ya no ríe. Ya sólo espera lunas lorquianas como grandes croasanes recién hechos. Poseído por la decepción provocada por aquellos en los que había confiado. A las cinco. Y sin comer. El viento se llevó las comisiones. Y la mordida de los bozales y las agujas. Y el dinero para la coca y las putas. Pobre hombre, sin comer. Decepcionado por aquellos que se dejaron atrapar. Y los sillones a dedo de incompetentes. Y los despachos familiares. Y los apagones, y las calles deshechas, y la pobreza avanzando, y los impuestos como única religión. A las cinco. Eran las cinco en punto de la tarde. Los más inocentes aún esperaban que dijera adiós. Pero él no puede marcharse. No al menos hasta que se lo ordenen. Que se lo ordenen quienes lo pusieron ahí, hambriento de sí mismo y de nuestro dinero, hambriento de gloria y de mentira, hambriento de una prensa hecha a medida. Tan famélico de poder. Hombre a sueldo de los agendistas, de los planes globalistas contra el mundo. Pero con hambre. A las cinco y sin comer. Los más desconfiados sabían que no se marcharía. Temen que no lo haga nunca. Los más sabios saben que sólo es un peón, un subcontratado de los altos mandos. Y que se irá, como vino, sin motivo, sólo por pura obediencia. Porque a cambio de ejecutar los crímenes dictados se le da carta blanca de saqueo. El Falcon no despega hacia los restaurantes que quedaron vacíos a su espera. A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde. Y él sin comer. A lo lejos ya venía la gangrena. Y lo cercó. La gangrena de unas cuentas destrozadas, de un país entregado, de una sociedad disuelta, de un odio sembrado para dividir y esclavizar mejor. A las cinco, la calima, el hambre y la ruina. Él está bien. Tranquilos. Si quieren ayuda, que la pidan, que él se va a comer. Y pidió clemencia para que lo dejasen marchar hasta el comedor. Un ataúd con ruedas es la cama en la que yace la España setentayochada. Y él, corroídas las tripas por la necesidad, voraces sus deseos de masticar, con más hambre que todos los lazarillos y todas las orillas de los ríos, no tuvo tiempo de aclarar nada, y tan sólo señaló a los de enfrente y los acusó de las mismas felonías que a él lo amenazan de vuelta. Y tenía razón, a las cinco, en eso tiene razón. Porque él no es causa, sino consecuencia. Consecuencia de un sistema diseñado para que la corrupción haga el trabajo sucio de los de arriba. Unas urnas con hambre. Un pueblo con hambre. Un falso desencuentro entre izquierdas y derechas. Todos iguales. La educación dinamitada. Playas narcotraficantes. Justicias humorísticas. Una gacela abierta en canal de la que se nutren los buitres. Una masa de esclavos pagando, endeudándose, sangrando. Campos mancillados, sin olivos que den sombra a las cinco de la tarde. Riadas de diseño. Muerte.

El hambre puso huevos en su herida. Y salivaron las paredes. Pobrecito, que no había comido a las cinco en punto de la tarde. ¡Ay, qué terribles cinco de la tarde! ¡Eran las cinco en todos los relojes! ¡Eran las cinco en hambre de la tarde!


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