Ayer me sorprendió el tráfico a la vuelta de la tele, a la hora de comer. Después de una mañana pasada entre los electroduendes, a mí se me había olvidado que venía lo del puente de mayo. Se encaminaban las manadas de coches en dirección contraria a la ciudad, más que con un destino al que dirigirse. No se iban de puente, sino que huían de puente, me pareció. Y a lo mejor también aligeraban por si a los de arriba les daba por cortarnos otra vez la luz.
Se presiente disconformidad con la vida propia y cotidiana cuando, a la menor ocasión, se la abandona rumbo al atasco y a las estancias aeroportuarias. Un amigo me contaba ayer que ha tardado veinticuatro horas en llegar a Sevilla, va por trabajo, porque es él una de esas personas afectadas por el apagado del lunes.
Es fácil entender el deseo de viajar, de retornar a los pueblos, de ver a la familia, de pegarse un garbeo por una ruta campestre en condiciones, de ver otras cosas y de alejarse del asfalto, la prisa y el gentío. El problema es que si nos vamos todos al mismo tiempo nos estamos llevando a cuestas aquello que pretendemos dejar atrás.
Siempre que las circunstancias me lo han permitido, me ha encantado quedarme en Madrid durante los puentes y viajar luego, cuando no corresponde. Esto es complicado con un horario fijo, y con niños aún más, atados como están ellos a los períodos lectivos –puesto que la analfabetización también se programa en el calendario–.
Dónde van los que se van. Quizá, a prepararse para el regreso. Muchos, hacia una serie de diminutivos que, encadenados, marcan un tipo de individuo muy característico: playita, solecito, cervecita, calorcito, veranito, bañito… No sé si habéis coincidido con esas personas que empequeñecen aquello que les gusta. En el otro polo están los que toman un cervezón, agrandando el hecho.
Yo sigo laborando este puente, sobre el teclado y en la plaza de toros. Pero entre verbo y burel, seguiré buscando, como hago en cada época pseudovacacional, el Madrid desierto de los veranos de los ochenta, cuando el calor no nos alcanzaba porque no había empezado el cambio climático de la tele. Yo caminaba por aquel Madrid y me decía: de mayor, andaré por tales calles, entraré en estos bares, visitaré museos… Pero creces, te reproduces y corres el riesgo de olvidar que tu propósito era vagar sin rumbo, soltándole la rienda a Rocinante.
A la que te descuidas, te has ido de puente sin querer, acarreando maletas, sufriendo retenciones, y andas por ahí en cualquier sitio con tus compañeros de oficina, que han salido como tú a olvidar a los demás. El problema es que los demás son ellos mismos, compartiendo playita, piscinita y solecito.
Es evidente que si se pudiese elegir no se producirían migraciones masivas de ciudadanos despavoridos escapando de sus barrios. Se haría de forma escalonada o al antojo de cada cual. Y comprendo que si tienes cuatro días y sólo esos cuatro días, no te queda otra. Lo que digo es que estos movimientos simultáneos, con no sé cuántos millones de desplazamientos, se parecen sospechosamente a cuando el pastor lleva a su rebaño al verdeo de verano. Son puentes de ida y vuelta. De vuelta al hogar del que se huye. De regreso al trabajo del que se descansa el Día del Trabajo. ¿Y si eso también está programado, como tantas otras cosas? De lo que habría que huir, en tal caso, sería de la propia huida.