Conocí a un herrero hace mucho tiempo. Recuerdo a la perfección el olor intenso de aquel lugar en el que él tomaba el hierro frío, lo calentaba hasta ponerlo incandescente y lo golpeaba hasta darle forma. Aquel tío era un artista que, a martillazos, convencía al metal duro de que adoptase las maneras que él deseaba.
Estos días me he acordado de él. Aunque procuro mantenerme prudentemente alejado de las noticias, de lo que llaman medios de comunicación, más o menos estoy al tanto de cómo va la cosa. Lo veo en cuatro titulares fugaces, me lo cuenta la gente con la que hablo… Y el contexto me inclina a recordar al herrero.
Porque sospecho que la sociedad es el material que los que mandan han calentado a su conveniencia y que ahora, una vez que hemos alcanzado la temperatura deseada, ya nos pueden golpear a capricho.
Ojalá me equivoque, pero me da a mí que lo que estos imitadores de mi amigo el herrero están fabricando con nosotros no se parece a un hermoso objeto de decoración, sino más bien a los barrotes de una cárcel. Y lo más siniestro es la gran cantidad de gente que se muestra entusiasmada ante la idea de ingresar en la prisión mental que han creado para nosotros. Qué lástima que esa vocación por la esclavitud, que esa pasión por la servidumbre, nos afecte también a quienes no admitimos dueños ni aceptamos el bozal.