A través de mi trato con las gentes del toro, voy recibiendo una serie de saberes que, para mi gusto, será lo más valioso que perdure de esta etapa mía, que por otra parte no sé cuánto durará; como cualquier período -eso debería sernos ya evidente-. Y no me refiero a lo ensencialmente técnico, como periodista, cronista u observador que luego se afana en contar lo que ve. Ni siquiera hablo de los tan nombrados valores de la tauromaquia, sino de otros conocimientos, acaso íntimos, que percibo que van calando en mí de manera lenta pero honda. A saber:
Que el torero no tiene una ilusión, una meta, un proyecto, un objetivo o un sueño. Tiene un propósito. Una misión. Me queda claro que sólo existen dos modos de vivir: con propósito y sin él. Para quien carece de misión, la existencia se reduce a lo azaroso, lo contingente, lo meramente pasajero. Y la muerte, entonces, se adueña fácilmente de ese tiempo, de esa vida, y se enseñorea.
Que todo lo que no trabaja por la misión, sobra. Cuando tienes un propósito, todo ha de obedecer a su consecución. Y, como dice el maestro Stevenson, no importa tanto lograr lo que te has marcado como el ejercicio diario de tu oficio. En este caso, la pugna constante para vivir conforme lo que en tu interior ya se ha impuesto como prioritario.
Algunos toreros no torean donde quieren, sino donde pueden. En esos casos, se hallan los diestros atados a los contratos o apretones de manos con sus apoderados, presos de esos acuerdos, y han de esperar a que finalicen tales lazos para poder expresarse tal y como le está marcando el corazón. Qué difícil es torear en los despachos. Qué duro es hacer entender lo que esos acuerdos aprietan con sus cadenas.
Del torero, del novillero, hasta del becerrista, y no digamos del ganadero, he aprendido la paciencia. No se tomó Zamora en una hora, dice la frase hecha, pero anda con precaución, porque a lo mejor Zamora sí te toma a ti en un instante. Has de ser paciente, mantener el sosiego, pero sin dejar de admitir que sigues vivo, carajo, hasta el último segundo: porque hasta el rabo es todo toro y nadie posee la perfección ni se encuentra libre de la cornada.
Muchos toreros, después de un tabacazo, de una cogida en condiciones, después de haber pasado por el hule, no vuelven a ser los mismos. Colocarse en idéntico lugar a donde te sorprendió el percance supone una prueba para la que no todos los espíritus están preparados. Y esa limitación consecuente ha de doler más que el pitón adentrándose en la carne.
Hay que saber cortarse la coleta. Retirarse. Admitir que uno ya ofreció sus mejores obras y que ha sido alcanzado por el tiempo. Apartarse quizá a los caminos del campo, en soledad. No molestar. No incurrir en el ridículo de no reconocer que tus cabellos, antaño de un negro zaíno, ahora van mudando al cárdeno con rumbo al ensabanado.
Y sólo algo más, que a mí me gustan las faenas medidas y sin avisos: se puede hablar de cualquier cosa mientras parece que estás hablando de toros. Y no se entera nadie; o casi nadie. Como pasa con lo del toro. Que Dios reparta suerte.