Félix Rodríguez de la Fuente: el jefe de la manada

Dice el escritor Robert Louis Stevenson refiriéndose a la educación: “Pasar la mañana en la naturaleza, subirse a las ramas de un árbol y dejar que transcurra el tiempo mientras se reflexiona sobre lo que se ve… Si eso no es educación, ¿qué lo es?”. Pues no lo sé. No tengo ni idea de qué puede ser la educación. Me subo a las ramas de mi tiempo y pienso en la instrucción escolar que yo recibí, en la década de los ochenta. Recuerdo con desagrado general las clases, las maneras de casi todos los profesores –benditas sean las excepciones, que las hubo-, los temarios, los valores, sentir como un claustro las paredes del aula y como un castigo las horas y los calendarios… Comparo todo aquello con lo que percibo en la educación de ahora, la que le va tocando a mi hija, y me parece que a nosotros nos prepararon para ser senadores romanos, convertida ya la escuela en una factoría de personas con un conocimiento confuso y precario, listas para ser arrojadas a las arenas de un sistema laboral y social que los devorará con la tranquilidad del que sabe que nada se le ha de oponer. Ojalá esté equivocado. Pocas cosas me harían tan feliz como tener que admitir mi error en este punto.

En fin, que yo sacaba muy buenas notas, al parecer, a pesar de mi desprecio creciente por el sistema escolar y de que las calificaciones me daban absolutamente igual. No había internet, pero en la biblioteca del pueblo nos esperaban libros suficientes con los que resolver por nosotros mismos las dudas que ciertos maestros no sabían disipar. Algunas de esas cuestiones las he aclarado al cabo de mucho tiempo o siguen pendientes de respuesta, la verdad. Pero se sorprendían padres y profesores, a tenor de mis resultados, de que yo detestara el colegio y todo lo que suponía; y de que lo expresara con claridad. Supongo que esa aversión luego continuó y se transformó en mi rechazo visceral al trabajo, a ir al trabajo, sobre todo. Ya cruzando el umbral de los cuarenta, la vida azarosa en cuya contemplación tanto se deleitaba Stevenson me puso ante el reto de escribir acerca de Félix Rodríguez de la Fuente. Y aunque en apariencia fue un trabajo, la pasión que descubrí en él se me metió dentro y convirtió esos meses en una labor gustosa, en una aventura, en un gozo.

Ahora que se cumplen noventa años de su nacimiento y treinta y ocho de su abrupta muerte, he leído algunas notas sobre él. Me ha encantado la de Pedro Simón, en El Mundo, con la que estoy de acuerdo hasta en las comas. Y me han empezado a salir estas líneas de forma natural, como si hubiese echado a andar por una mañana de primavera camino al río infantil, con mis compañeros de andanzas de entonces. Supongo que esas correrías nuestras se parecían a las de Félix en el páramo burgalés, en los alrededores de Poza de la Sal, cuando lo llamaban los poderosos patos y lo tentaban los paisajes como un lienzo recién pintado. Él recordaba en alguno de sus magníficos discursos que, al volver por la tarde a casa, el olor de la leña y los corrales del pueblo lo acogían de manera maternal, prometiéndole todo el descanso que precisaba aquel cuerpo que venía de las guerras de la lluvia y las serpientes. A mí me impresionó la imagen de Félix niño mirando por los prismáticos y topándose con los ojos del lobo, cuando comprendió que aquel animal encarnaba la hondura y la nobleza y que de ningún modo era la alimaña inmunda que el mundo creía por aquel entonces.

Félix se enamoró de los lobos, de los halcones, de la Tierra. Félix sintió la llamada de lo salvaje, de lo que nos une a la memoria de lo que somos y que ninguna vida artificial y enfermiza ha logrado matar por ahora. Nos enseñó a varias generaciones la grandeza de la Vida, con mayúscula, y fue empapándonos de conocimiento, porque abrigaba la teoría de que sólo lo que se conoce íntimamente se ama, y sólo lo que se ama se respeta y se cuida. Y tenía razón. Por eso fue capaz de la titánica labor de cambiar la sensibilidad de un país entero. Félix se puso a la cabeza de la manada, comprendió la ternura del rinoceronte, la angustia del cazador que sabe que un fallo en la siguiente captura puede significar su muerte, el llamado del mar agonizante y la esencia de la tierra mojada que nos dicta las instrucciones del mismo modo que se las dictó a los indios de las praderas americanas, o a los habitantes del corazón africano o a nuestros padres paleolíticos.

Cuando la muerte blanca se lo llevó, él ya se había adentrado muy profundo en las reflexiones sobre nuestra existencia. No sabemos hasta dónde habría llegado siguiendo ese curso que lo guiaba, aligerándolo de prejuicios y otorgándole el atrevimiento de los felinos. Pero nos dejó un legado de comprensión, de respeto, de responsabilidad, de valentía, de intensidad. Nos convirtió en cachorros que nunca hemos soportado los barrotes de la jaula. Nos hermanó con la bella matadora que es la jineta y con el pirata de la espesura que es el azor.

Cuando hace unos meses, en una exhibición de cetrería en Benalmádena, Málaga, un águila se posó sobre mi brazo, lo comprendí todo. Porque sólo al cabo de los años entendimos aquellos a los que el aula nos parecía un páramo que, en realidad, el páramo era un aula. El aula de Félix, donde se imparte la libertad, allá donde habitan la cigüeña, el lince, el oso y el lirón. De donde nosotros mismos nunca debimos salir. Si él no nos educó, él y Stevenson, ¿quién lo hizo? Gracias, jefe de la manada. Que sepas que mi hija te imita y que aúlla a la perfección, y que durante ese aullido suyo de niña salvaje yo me estremezco porque siento que aún nos queda esperanza. Gracias, Félix.


Publicado

en

por

Etiquetas: