En plena crisis del coronavirus, a día 14 de abril de 2020, no es posible abstraerse del apartado sanitario: ahí claman las tétricas voces de los miles de muertos y de los contagiados, y esto sabiendo que los datos oficiales están tirados a la baja en extremo. Pero además, ya es hora de que admitamos que convivimos con un protagonista claro: el miedo.
La gente tiene miedo de salir a la calle, de contagiarse, de besarse, de llevarse las manos a la cara… Se ha instaurado la desconfianza hacia todo aquello que se nos acerque a menos de dos metros. Se han dado casos de domicilios de sanitarios señalados por sus propios vecinos, que conocen su profesión y temen que desde el hospital ese día se les cuele el virus en sus viviendas.
Si se mira hacia el futuro, y recordemos que el futuro empieza dentro de apenas un segundo, hay miedo a perder el trabajo, a los recortes de sueldos, a no poder seguir con el negocio abierto, a que se esfumen todos los clientes, a tener que malvender lo que tanto trabajo ha costado ganar, a la pobreza, a que los del banco digan que no puedes sacar más dinero o que directamente se confisquen tus ahorros y te digan que tenías, pero ya no tienes.
Los gobernantes actúan temerosos. En España, en concreto, corren como pollos sin cabeza dando bandazos, tomando decisiones contradictorias, tarde y mal. Ni saben lo que hicieron, ni lo que están haciendo, ni mucho menos lo que harán dentro de un par de días. Pero ya dan signos evidentes de andar preocupados por su propio destino personal, visto que el colectivo les ha excedido, y no me extrañaría que los propios capitostes andasen negociando una salida por la puerta de atrás para quitarse del medio y ponerse a salvo del tsunami de querellas que ya les empieza a llegar exigiendo responsabilidad penal por los actos de los dos últimos meses, desde enero de 2020, momento en el que parece que ya sabían lo que se avecinaba.
El miedo es internacional. La Unión Europea se desintegra a vista de todos, y hasta los contrarios temen el vacío que va a provocar su ausencia. Se reaviva el miedo a China. Se presiente el recelo interno de los chinos. Late el temor de que la pandemia se extienda por África y demás lugares especialmente desfavorecidos.
Existe miedo a que no se pase esto. A que no se encuentren vacunas y tratamientos. A que sea cosa hecha en un laboratorio. A que, aun en el caso de que no haya sido perpetrado por nadie, se vuelva algo periódico ante lo cual no exista defensa. Bill Gates avisa de nuevo: cada veinte años asistiremos a una pandemia mundial, y muchos calculan ya la edad que tendrán para la siguiente, si es que escapan de ésta…
El mundo se ha quedado sin líderes de referencia. Es probable que porque los que tenía no fuesen de verdad, sino simples caras de cartón publicitarias. Llevamos décadas viviendo, no por encima de nuestras posibilidades, sino ajenos al entorno, alejados de lo real.
Y de repente, alguien ha desenchufado la televisión y el programa que nos mantenía abducidos se ha ido a negro. Hemos despertado como el que lo hace de manera brusca cuando le quitan la tele. Nos habíamos adormecido con el murmullo de una quimera.
Y la reacción inmediata ha sido la de encerrarnos a todos en casa. Tardarán en sacarnos, y no por miedo al virus, que también, sino a la respuesta de la multitud. De una multitud asustada que cada día que pasa teme más pero que también va teniendo menos que perder.
Si de verdad hay alguien a los mandos de la nave, a estas alturas debe de barruntarse ya lo que les espera a los que ocupan de momento los gobiernos. Máxime en países donde, como en España, la actuación de los gobernantes ha resultado, cuando menos, indolente y perjudicial. Cuando menos.
¿Quién gobierna el planeta?, se preguntan algunos. De momento, el miedo. Pero, ¿lo hace por mandato de alguien o lo hace por simple casualidad? En ambos casos… qué escalofrío.